sábado, 6 de abril de 2013

EL VIAJERO DE LEICESTER


El viajero de Leicester de Juan Pedro Aparicio

Reseña: Pilar Alberdi

«Calificar esta novela de fantástica no deja de ser una manera de intentar aclarar las cosas, porque no se trata de una novela de género. Incluso me atrevería a señalar que, también sin adscripción de género, sin ser una novela de terror, toda ella está impregnada de una insoslayable atmósfera terrorífica». Dice José María Merino en el prólogo a El viajero de Leicester del escritor Juan Pedro Aparicio.
Las palabras de la portada nos invitan a subir a un tren y hacer el viaje junto al narrador: «En el tren de Londres a Leicester un ciudadano español cuenta su historia a un compatriota, ocasional compañero de viaje. Él jamás volverá a España. En su primera noche de amor verdadero ha perdido a la mujer de su vida a manos de unos niños que la han matado o la han secuestrado; criaturas dueñas de la noche que, imposibilitadas de hacerse mayores, odian a los adultos, a los que persiguen y asesinan al tiempo que tan torpemente imitan. Unos y otros, mayores y niños, se hallan, sin embargo, condenados a no morir del todo, o a vagar sin muerte, mientras alguien, en el otro lado, guarde memoria de ellos.
Todo es inquietante en esta espléndida novela, desde la atmósfera, onírica y desasosegante, hasta el tratamiento del amor, sobre cuya imposibilidad crece el relato en páginas que se inscriben en la mejor tradición literaria de lo turbador, la simetría misteriosa y el laberinto. Con esta reedición de El viajero de Leicester invitamos al lector a conocer una de las creaciones más originales y representativas de la obra de Juan Pedro Aparicio».
La novela, escrita en primera persona,da comienzo con una frase de Emanuel Swedenborg: «Sin dos soles, el uno vivo y el otro muerto, no habría creación».
Con una prosa elegante y rigurosa tomamos conciencia de lo que representa este viaje para Vidal:«miraba a los viajeros con una curiosidad empapada de rutina», «De lo que llamamos viaje, esa visita de días o de horas a otro lugar, lo que siempre me ha gustado más es el desplazamiento, el hecho físico de ir, o mejor, de ser llevado. El tableteo monocorde del ferrocarril suele sumirme en un estado de letargo muy estimulante para la imaginación». Y en esos casos, el viajero, no desea ser molestado. Pero no siempre sucede así.
El personaje es consciente, al principio de la obra, de la presencia de un lector. Dice: «Pero como el lector sin duda ya habrá notado». Es un recurso clásico, pero también y sobre todo, una parte del juego, porque la lectora o el lector tendrán que adivinar, unir las piezas para hacerse con este puzzle que es El viajero de Leicester.
La novela se publicó por primera vez en 1998, a cargo del Centro de Estudios Ramón Areces, y en esta ocasión, es la editorial Salto de Página quien acaba de presentarla en su Colección Cian.
A la conciencia de la existencia de un lector, y al margen del hilo narrativo de la historia, hay que sumar una preocupación por el paso del tiempo y el significado del hombre en este mundo: «salíamos a las afueras y la Vía Láctea, colgada de lo oscuro, transmitía el vértigo helador de la eternidad», «su vida se extinguía como el movimiento de un papel cuando cesa el viento que lo arrastra por el suelo», observen las paradojas; también se evidencia una preocupación por el uso del lenguaje «El deterioro del lenguaje ha llegado hasta los parvularios o mejor dicho empieza en los parvularios».
Las páginas de la novela condensan el desasociego de un mundo, en el que nada parece lo que es: «Yo miraba a Cristina y la tomaba de la mano o por encima del hombro con la duda de si todo aquello no era un sueño o, lo que es peor, una burla. Porque con ser mucho lo que no entendía de cuanto ocurría, nada me parecía tan anómalo como la relación de Cristina con los niños». En la ciudad que habitan estos personajes, reconocemos partes de realidad e irrealidad, que también se parecen a la nuestra. «Yacía la ciudad como en una pesada pila de agua bendita, y aún cuando el movimiento de coches y de gentes la agitara, no lo hacía más que la acción de los dedos que se aplican luego en la señal de la cruz. En el nombre del Padre, del Hijo...» «Allí estaba entera la ciudad en su quietud fósil, como un pecio a la deriva de los siglos». El ambiente, que bien podría recoger el pasado y el presente de España, también es otra cosa: «No había fuego. Todo lo contrario, la pétrea exudación de la mañana había extinguido el fulgor de la noche, satinando de gris las calles, como si el cemento y el asfalto se prolongaran en el cielo». Una ciudad de niños salvajes, de escritores, de hombres de dudosa procedencia y conducta, de niñas y mujeres. Nada encaja, todo encaja, nada se comprende, todo se comprende y encadena en un sutil juego de encuentros y desencuentros, que va más allá de lo que se dice, me refiero a la eficaz presencia de las elipsis que nos emborronan las imágenes y nos hacen dudar hasta de nuestros propios pensamientos, mientras surgen prejuicios que no imaginábamos pudiéramos tener. Sufrimos por esos niños, nos sorprenden las preguntas: «—¿Te pegan en tu casa?» En este mundo convertido en ficción, también existe «la banalidad del mal» para la que nunca alcanzan las explicaciones que pudiéran ofrecernos personajes como Rosa, Viranda, Cristina, Arturo, Daniel, Honorino, Aparicio, Millán... ¿Cuál es la verdad? ¿Dónde está la verdad? Si nosotros pensamos a otros, ¿otros nos piensan a nosotros? ¿Pensar es crear? Descrear, o si se tercia, descreer, es no pensar, acaso no sentir? «Ajeno a cualquier mirada, caminó unos pasos con mucho aplomo, como si no hubiera nadie o como si todos los que allí había, y ya he dicho que había mucha gente, fueran los espectadores del patio de butacas de un cine y él fuera la criatura de celuloide que los demás veíamos».
En este mundo, el de Lot, cualquier figura o situación puede desvanecerse, pese al afán de las palabras, pese a escribirlas, pese a nombrar con ellas a las personas que se ama o se desea, pese a buscar el amor de una mujer, pese llegar a Leicester, en donde la historia pondrá el punto final al detenerse el tren y separar a los personajes principales: el que confesó su historia y el que fue obligado a escucharla, narrador al que escuchamos nosotros como lectores, por el interés que suscita la historia.
Es, en definitiva, una obra de corte fantástico, «expresionista», que nos trae ecos de otras obras que hemos leído con placer; por ejemplo, el Café Central que aquí se cita, bien podría recordarnos a otros muchos cafés que hemos visto aparecer en infinitas novelas, esos espacios en donde algún escritor se resguarda para escribir. La muerte de los que acaban su vida, esa «chatarra humana», nos trae el recuerdo triste de las «migajas de humanidad sobrante» de las que habló Baudelaire, en uno de sus poemas; la búsqueda del amor de una mujer a tantas otras búsquedas de la literatura; los ritos a las creencias en las que sostenemos nuestra vida; los posibles planos de existencia, a viejas y nuevas teorías que intentan dar fe de nuestra vida.
Les animo a leer esta obra. Recuerden: dos viajeros en un tren. Los dos persiguen diferentes fines. Uno está de paso. El otro no desea un regreso a los orígenes. Uno desea hablar, al otro sólo le tocará en suerte escuchar, convertirse en la voz narrativa, y, por momentos, en la del escritor que ha creado los personajes.
«Y tampoco fue cosa mía que se animara a contarme los pormenores de aquella historia que tanto decía que lo atormentaba; aunque, desde que me anunció que quería olvidarla, solo hizo que buscara el modo de empezar a contármela. Dijo, por ejemplo, mientras el tren, lejos ya de la gran ciudad, dejaba atrás un pequeño cementerio con sus lápidas blancas recogidas en torno a la iglesia como un rebaño de ovejas rodeando a su pastor: —En España los muertos no están en el cementerio»
Recuerden: No somos nada, sino tiempo.



El autor:
Juan Pedro Aparicio nació en León. De 1975 data su primer libro publicado, El origen del mono y otros relatos, al que siguió su novela Lo que es del César (1981). Con El año del francés consigue un amplio reconocimiento, confirmado con la concesión del premio Nadal en 1989 por Retratos de ambigú. En 2005 recibió el premio Setenil al mejor libro de relatos publicado ese año por La vida en blanco. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, alemán, chino, ruso, y otros idiomas. De 2005 al 2009 ha sido director del Instituto Cervantes de Londres. Su libro El Transcantábrico ha inspirado la puesta en marcha de un tren turístico con el mismo nombre. En 2013 el Jurado del Premio Castilla y León de las Letras acordó por unanimidad conceder este galardón a Juan Pedro Aparicio por su dedicación y compromiso con una literatura muy personal e imaginativa reveladora de la realidad y el tiempo de su poderosa memoria.


El viajero de Leicester en Salto de Página
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4 comentarios:

  1. Hola, me encanto tu reseña y la temática del libro. la portada se ve genial:) saludos, me encanta tu blog y sbs

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  2. Muy buena reseña! =)
    No conocía el libro, sí al autor.

    Besotes

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