viernes, 30 de marzo de 2012

LAS FOTOS DEL INGLÉS de Pilar Alberdi




La mujer cantaba…
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian…
Aún podía recordar a la anciana ejecutando su extraña danza y tocando el kultrun, el sagrado tambor en cuyo interior se movían las semillas, las plumas de las aves, la lejana caracola de un mar que la anciana nunca vio, pero que había dispuesto en su interior para que la mapu o tierra tuviese algo que decir a los dioses, mientras la sangre del guanaco mojaba los labios del winka, cayendo en rápidas gotas desde la rama de un canelo que la hechicera movía sobre su cuerpo, para alejar el mal y atraer el bien.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian… —exigía.
Ella continuaba llamando a la puerta de los dioses. La mujer representaba el vínculo entre el presente y el pasado, y danzando con aquellos pasos pequeños en honor de los dioses, pedía ser escuchada. El suyo, era el cuerpo de una mujer que alguna vez fue hermoso. Consumida por la edad del tiempo, ahora era esa melena canosa y suelta que caía sobre su espalda, cuando ella, levantando la vista hacia el techo de paja de la choza con su mirada ciega de luz, alcanzaba las centurias y los siglos, e ignorando el infinito, llegaba hasta los dioses para que el hombre blanco, el winka que ayudó a Millaray, recuperase la salud. Porque un favor, con otro se paga. Y a fin de cuentas, para los dioses todos somos un solo ser.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian…—repetía.
La mujer acercó sus brazos al herido. Retirando la piel que lo cubría para darle calor, llevó sus manos al vientre del hombre donde introdujo sus dedos que se movieron como serpientes, y agachándose, y rozando con sus cabellos aquel cuerpo, sorbió del herido el mal, y lo expulsó envuelto en un escupitajo de sangre al fuego donde ardió inmediatamente, mientras el resto de personas, allí presentes, se movía en un pequeño corro, levantando voces de admiración y respeto ante la mujer capaz de unir a los hombres con los dioses. El gran dios Nguenechen la había oído. Ya nada se interpondría entre la  curación y la enfermedad. La sangre del guanaco descuartizado había cumplido su misión. Una víctima por otra. Los dioses habían sido propicios al sacrificio. Los dioses habían oído las rogativas de la machi.
—Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian…—decía—. —Machi rewetun meu lukutuk nuukei ñi küimian…—repetía hasta que su canto cesó.
Las palabras de la anciana continuaron sonando en el interior de sus pensamientos cada vez más lejos. Lejos… Tan lejos…Muy lejos…
Cuando abrió los ojos se encontró en el interior de una choza construida con troncos, cañas y paja. El lugar estaba en penumbra. La hechicera que había dicho aquellas extrañas palabras había desaparecido. En el centro de la choza, entre unas piedras colocadas en círculo, ardían unos leños.
Si continuaba siendo el mismo hombre, no lo sabía; la naturaleza del lugar y la extraña situación en que se encontraba lo desmentían. ¿Era el que siempre había sido? El lugar estaba oscuro. Olía a hierbas…Oyó el crepitar del fuego. En un rincón, vio una mujer tejiendo en un telar. Creyó escuchar una máquina de coser. O quizás estaba soñando, otra vez… «¿Una máquina de coser? No. No puede ser cierto» pensó. Pero sí. Lo era. Alguien movía un pedal. Y aquel sonido le recordó la máquina de coser de su madre, y también un poema… «¿Cómo se llamaba? Sí… ¿Cómo se llamaba? Por fin lo recordó: La canción de la camisa de Thomas Hood» Se preguntó cómo podía recordar ese nombre o ese poema, si ni siquiera sabía dónde estaba. Pero lo había recordado. Debía tratarse de un sueño. «¡Qué agradable resulta soñar con los muertos más queridos!» pensó. Luego recordó. «Si hubiera hecho caso del sueño en que aparecía mi padre… Si hubiera tomado en cuenta el peligro, la advertencia… Quizá no estuviera en esta situación. Pero ¿qué ha ocurrido? Si ni siquiera recuerdo qué ha ocurrido» los pensamientos lo confundían, eran como hilos rotos de una madeja difícil de anudar.
Se dejaría ir con aquella visión… Entraría en el sueño. Se iría con ella, con su madre. Ella estaba recitando un poema mientras cosía, y él, la acompañaba…
«Con dedos cansados y magullados…».
Sí. Casi podía oír la voz de su madre, diciendo…

Con dedos cansados y magullados.
Con parpados pesados y enrojecidos.
Se sienta una mujer, en harapos poco femeninos.
Manejando aguja e hilo.
¡Cose, cose, cose!
En la pobreza, el hambre y la suciedad.
Y aún con voz doliente canta:
la «Canción de la camisa».

«¡Pobres costureritas!», pensó. Sonrió. Su madre en sueños acababa de acariciarle el cabello. Volvía a llamarlo «querido hijo». Después se agachó y lo besó. «Mi pequeño» dijo con ternura.
La imagen viva de su madre, le hizo recordar a las costureras de Liverpool. A aquellos campesinos obligados por la Revolución Industrial a vivir en las ciudades y a convertirse en proletarios…«¡Pobres costureritas! Sí. ¡Pobres costureritas! ¡Pobre mamá!» pensó. «Si hubieras vivido en otro tiempo… ¿Quién habrías sido?»
Ella lo vio sonreír. Tenía la cara tiznada de negro y vestía ropas oscuras. Millaray, la mujer que le había dado un nombre mapuche lo observaba.



(Fragmento de la novela Las fotos del inglés)
Accede al blog de la novela donde podrás leer la sinopsis, y parte del primer capítulo. Hazte seguidor.

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